El eterno desequilibrio del cereal

ESTHER DUQUE

DIRECTORA

El cereal de secano en Castilla y León encara la recta final de su campaña con una perspectiva optimista desde el punto de vista agronómico. La meteorología ha acompañado: las lluvias bien distribuidas durante abril y mayo, sumadas a unas temperaturas moderadas en momentos clave del ciclo vegetativo, han permitido un desarrollo robusto del grano. En muchas zonas, los rendimientos superan ya la media de las últimas cinco campañas, y en provincias como Valladolid, Palencia o Zamora se están cosechando trigos de entre 4.500 y 5.200 kilos por hectárea, y cebadas que en regadíos puntuales se acercan a los 6.000. En las zonas de secano más duras, como Soria o Ávila, también se esperan resultados muy por encima de los de 2023, que fue un año marcado por la sequía y las heladas tardías.

Sin embargo, la satisfacción no es completa. A medida que avanza la recolección, se consolida un escenario de precios bajos que amenaza con diluir la rentabilidad de esta buena campaña. La tonelada de cebada se sitúa entre los 180 y los 190 euros según lonjas provinciales, y el trigo blando apenas supera los 200, en niveles similares a los de 2019, antes del gran repunte provocado por la invasión rusa de Ucrania. Mientras tanto, los costes de producción siguen en máximos históricos. Fertilizantes, gasóleo, maquinaria, mano de obra, seguros: todo ha subido. La rentabilidad, no.

En este contexto, los agricultores vuelven a demostrar su capacidad de resistencia y su profesionalidad, ajustando las decisiones a cada parcela, cada nave y cada semana. Las entidades asociativas del campo están jugando un papel clave, no solo por su capacidad de almacenar miles de toneladas en condiciones óptimas, sino por su labor de asesoramiento y planificación. La disponibilidad de espacios adecuados para guardar grano se ha convertido en un factor estratégico, especialmente para evitar la venta inmediata en plena campaña, cuando la presión sobre los precios es mayor.

Frente a un mercado internacional cada vez más volátil —donde la especulación en materias primas, los acuerdos con terceros países y la ausencia de reciprocidad en controles fitosanitarios desestabilizan la producción local—, la única defensa posible es la organización. El modelo de integración, la profesionalización de la gestión y el acceso conjunto a servicios técnicos, financieros y logísticos permiten amortiguar el golpe cuando los márgenes desaparecen. Allí donde se ha apostado por una estrategia compartida, hay mayor capacidad para resistir las sacudidas del mercado.

Pero no todo puede descansar en las estructuras colectivas. La responsabilidad individual también cuenta. La buena campaña de 2025 no puede hacernos olvidar la necesidad de protección ante los años malos, que, como bien sabe el agricultor de Castilla y León, no son excepción sino parte del ciclo. En este sentido, el compromiso con los seguros agrarios debe ser firme. La experiencia de 2023 —con daños por sequía en más del 70 % del secano y cientos de partes registrados— ha demostrado que quien no asegura, arriesga demasiado. Sin embargo, para que los seguros sean verdaderamente útiles, deben adaptarse a la realidad del campo: ofrecer coberturas razonables, trámites ágiles y, sobre todo, precios asumibles. No puede ser que asegurar una hectárea de cereal cueste más que sembrarla.

El reto, por tanto, no es solo meteorológico. Es estructural. No podemos conformarnos con que el campo produzca bien si después el mercado impone condiciones que rozan lo inviable. Castilla y León no puede depender únicamente del cielo. Tiene que exigir justicia comercial, una PAC orientada al agricultor activo, instrumentos eficaces de regulación y protección, y un compromiso firme con el relevo generacional. Si seguimos perdiendo explotaciones año tras año, no habrá superficie, ni rendimiento, ni silo que lo compense. El ejemplo está en las que sacando el producto de la tierra de Castilla y León se lleve los beneficios a comunidades como la andaluza.

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